📜 El Rompecabezas de la muerte en Rosario – Por Ricardo Marconi
El primer fusilador
En el marco de las luchas obreras, represiones, prisiones y deportaciones ocurridas entre 1892, 1910 y 1919, está inmersa una historia gremial argentina, con sus méritos y deméritos, sus claudicaciones y sus gestas.
Un ejemplo fueron los hechos sucedidos entre el 9 y el 11 de septiembre de 1930, en plena gestión del teniente coronel Rodolfo Martín Lebrero, considerado por sus acérrimos detractores como el primer jefe policial fusilador de Rosario.
Lebrero era –según el Colegio Militar de la Nación- un cordobés nacido el 12 de noviembre de 1885 que había ingresado al Ejército el 15 de marzo de 1904 en el escalafón de Infantería, área de la que egresó el 12 de septiembre de 1908 con el grado de coronel. Se retiró el 29 de noviembre de 1938, por lo que tuvo suficiente tiempo para ordenar la muerte de varias personas.
Para detallar aún más lo antes explicitado recurriremos a los memoriosos que dicen que todo se inició cuando Joaquín Penina, un obrero catalán, desde Gironella, el pequeño pueblo español donde nació, decidió subir como inmigrante a uno de los tantos barcos que venían “al prometedor nuevo mundo”, dejando en suelo ibérico a sus padres y a un hermano.
Como tantos otros miles de esperanzados extranjeros, pisó suelo de Buenos Aires y luego llegó a Rosario para radicarse en un altillo de calle Salta 1581, donde comenzó a compartir la pieza con Victorio Constantini.
Decidió emplearse en lo que conocía: Era oficial panadero y albañil en su tierra natal, donde simpatizaba con ideas anarquistas y en la que actuó en las vanguardias del moderno proletariado.
Adhirió casi inmediatamente al movimiento de la F.O.R.A. rosarina, donde se destacó como un hombre recto, consecuente con su ideología. Todos decían de él que era bondadoso, franco, accesible, sencillo, individualista, expansivo y …vegetariano.
No pasó mucho tiempo para que se comprometiera en la militancia gremial, embanderándose anarquista con el socialismo revolucionario.
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El 26 de septiembre de 1930, a las 9, a pedido de amigos de Penina, el doctor Salvador Anteabro, domiciliado en Dorrego 316, presentó cuatro recursos de búsqueda de paradero –Hábeas Corpus- para localizar al anarquista y a otro obrero, de apellido Porta, bajo expediente 610, del Juzgado de Instrucción del doctor Arturo A. Palacios, secretaría del doctor Ángel J. Borzone.
Los buscados habían sido citados por la División Investigaciones el 9 de septiembre y desde entonces no se tenían noticias de ellos ni habían sido puestos a disposición de ninguna autoridad.
Anteabro, mientras se masajeaba la barbilla, sospechaba por su experiencia profesional, que algo grave había ocurrido, aunque enesos momentos no temía por la vida de los desaparecidos, ya que no habían cometido delito alguno y porque desde la Secretaría Militar y la Jefatura de Policía sólo le habían informado de confinamientos.
A pesar de ello, Borzone, a través de su Secretaría de Tribunales Provinciales, el mismo día 9, a las 10, libró un oficio a la División Investigaciones, a los efectos de que en seis horas se le informara sobre la fecha de las detenciones, motivos y a disposición de que autoridad se hallaban Penina y Porta.
Es así que, el jefe de Investigaciones Félix de la Fuente, un policía calificado de duro en esa época, no respondió a la requisitoria de la justicia.
Sí lo hizo el segundo jefe de la dependencia, P. Mori, quien en un escrito señaló a Borzone: “El anarquista Joaquín Penina fue detenido el 9 de septiembre, a las 7, en averiguación de antecedentes y ha sido puesto en libertad el día 10, a las 22”. Agregó que desconocía su paradero. Sobre Pablo Porta indicó al juez que había sido detenido el día 9, a las 11.45 “por el motivo antes expuesto y se lo dejó en libertad el 10, a la referida hora”.
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Cinco días más tarde Porta fue capturado por la policía cordobesa, que lo identificó dactiloscópicamente. Esto le fue comunicado al juez por el propio Félix de la Fuente, según el investigador histórico Fernando Quesada.
El abogado de los detenidos, enterado del informe, ni lento ni perezoso, lo calificó de “falso” y reiteró su pedido judicial al juez Palacio y a su secretario. El día 26, el leguleyo también envió una petición similar a la policía. No obtuvo respuesta, por lo que era obvio que se buscaba ocultar la verdad.
Comenzaron entonces los amigos de Penina a realizar sus propias investigaciones y así determinaron que la policía había allanado su casa en un operativo comandado por el jefe de orden Social Marcelino Calambé.
El anarquista, al ser sorprendido, con el rostro sangrante por un par de culatazos, sólo llegó a llevarse en el procedimiento, frutas para comer en la Jefatura mientras durara su detención. En las dependencias de la policía se encontró con Porta, quien le comentó que había ido a buscarlo y que, al retirarse del lugar por no hallarlo y dirigirse a la Federación Obrera de Rosario, lo detuvieron. En el matutino de la ciudad se anunció al día siguiente que habían ejecutado a tres obreros que intentaban imprimir un manifiesto anarquista.
El tercer involucrado fue un obrero portuario, de apellido González, atrapado cuando las autoridades realizaron un segundo allanamiento en la casa de Penina. La policía había estado esperando, vestida de civil en las inmediaciones de la finca para capturar a quienes ingresaran en la vivienda de calle Salta y en el caso del capturado aludido, éste había ido para preguntarle a Penina la razón por la cual no había ido a la reunión de la F.O.R.A., que se hallaba en sesión permanente desde el 6 de septiembre.
El diario “La Provincia”, en su versión de los hechos, editada en Santa Fe, en 1932, relató aspectos relacionados con la muerte del anarquista que nos ocupa y en la crónica se suceden los hechos, que derivaron en el fusilamiento -dispuesto por Lebrero-, explicados por uno de sus protagonistas.
“El capitán Luis M. Sarmiento, comandante de la 5ta. Compañía del Regimiento 11 de Infantería dio la orden de ejecución al subteniente Jorge Rodríguez, oficial de guardia de la Jefatura” –relata el diario- tras lo cual prosigue: “Había un pelotón compuesto por soldados de la Compañía de Ametralladoras y tres soldados ejecutores a su mando. Estaban armados con colt y a las 22.30, lo subieron a Penina al celular. Estaba acompañado por los tres soldados, el suboficial de ametralladora, un empleado de investigaciones y el subteniente Rodríguez”.
“Había dos autos, -continúa la crónica- uno precediendo y el restante cerrando la marcha, donde viajaban el comisario de Órdenes, mayor Carlos Ricchieri; el capitán Luis Sarmiento y policías”.
El fusilamiento de Penina
Luego de hacer precisiones sobre el recorrido de los vehículos, el diario apuntó con precisión que “Penina estaba esposado, con botas de caña. No tenía temor. Se mordió el labio inferior, tras lo cual caminó al encuentro de la muerte. Se escucharon los tres disparos y cayó hacia delante, doblando las rodillas y gritando ¡Viva la anarquía! Giró a la derecha sobre la tierra y sintió el impacto que lo remató”, concluyó el relato periodístico.
Tras la muerte del anarquista, se desmanteló el stand para tiro de fusil ametralladora con forma de U, utilizado para el asesinato. Los ejecutores, bajo la luna fuerte, el viento y el frío implacables, con la cabeza gacha y llenos de vergüenza, subieron el cuerpo exánime del fusilado a la ambulancia Nº2 e iniciaron el regresó a su cubil: la Jefatura de Santa Fe al 1950.
El cuerpo de Penina fue sepultado como NN, en la fosa 540, del solar 2 del Cementerio La Piedad con siete tiros en su cuerpo.
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El director del Diario “Democracia”, José Guillermo Bertoto, calificó duramente en su editorial a quienes estuvieron al frente de la policía de Rosario por ese entonces y exigía, -como eran militares- que fueran a comparecer ante el Tribunal Militar. Quería que a Lebrero lo juzgaran sus camaradas para que dictaminaran sobre su comportamiento al frente de aquella dictadura militar en Rosario.
En una carta abierta del 22 de febrero de 1932, dirigida al teniente coronel Lebrero, Bertoto lo acusó al mismo de “poca cosa, cobarde, sirviente de la dictadura” y relató una visita que realizó a su despacho, donde el funcionario lo amenazó con fusilarlo.
En una segunda entrevista Lebrero le admitió la existencia del fusilamiento y que había ordenado el de Penina y de otros dos individuos a los que calificó de “comunistas”.
Bertoto, en otra carta abierta, hizo hincapié en el triste rol que le cupo a Lebrero en la campaña contra el juego clandestino y lo calificó de “espíritu en pena”.
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El militar asesino, obviamente, actuó en cumplimiento de órdenes del gobierno provisional y un sepulturero del cementerio “La Piedad”, intervino en la inhumación de los restos de Penina y sus compañeros, utilizando para el primero, la noche del 11 de septiembre, un cajón de pino.
El cuerpo había sido conducido tras el fusilamiento, tras su paso por la Jefatura, a la Asistencia Pública del barrio Saladillo y al mediodía se lo derivó a la del centro de la ciudad. Es que los médicos del primer centro médico se habían negado a disponer la inhumación por la inexistencia de papeles que acreditaban la identidad del occiso.
Los enterradores municipales de “La Piedad”, en la mañana del día 12, se sorprendieron de que la fosa estuviera tapada con tierra, sin su intervención.
En definitiva, el interventor policial había dictado sentencia contra Penina, Porta y Constantini y cuando la sentencia estuvo a punto de ser cumplimentada, le hicieron notar sus colaboradores a Lebrero que los últimos no registraban antecedentes como pertenecientes a fuerzas políticas de izquierda.
Muy a su pesar, el interventor les conmutó las penas y decidió su destierro de la ciudad.
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Bertoto, patrocinado por el abogado Rodolfo Rouzaut, el 11 de marzo de 1932, ante el juez Tasada, denunció a Lebrero como principal autor de la muerte de Penina y la causa pasó al que por ese entonces actuaba como fiscal: el doctor Borzone.
La ejecución de Sarmiento
El capitán Luis Sarmiento –quien dirigió el fusilamiento- tras salir a la calle levantó el cuello de su sobretodo. El frío le calaba los huesos y subió a su vehículo en el que debía conducir por varias horas por alejados caminos provinciales de tierra.
Salió de la ciudad y ya en la ruta fue interceptado, luego de una breve persecución, por otro vehículo en el que viajaban dos individuos, quienes, sin darle tiempo a nada, descendieron del mismo y se dirigieron hacia él para exigirle que se identificara.
Sarmiento se negó terminantemente y, al intentar resistirse, lo ejecutaron sin piedad. Las autoridades militares entendieron el mensaje sin contrapisas: el ataque era un acto de venganza por la muerte de Penina.
Lebrero, aterrorizado, vivía la mayor cantidad de horas del día en el interior de su despacho, protegido por sus custodios hasta que el presidente Justo, ante los ruegos del “interventor”, decidió, para salvarle la vida, su traslado a otro cargo en el Ejército. Es justo decirlo: Justo le salvó la vida, aunque no pudo evitar su muerte natural el 4 de noviembre de 1972.
Irónico, luego de lograr escapar como una rata de la provincia, Lebrero -en entrevistas periodísticas-, señaló que “en su gestión la mafia no se hizo sentir”.
Felizmente Penina no estaba solo en su lucha por terminar con la opresión del hombre por el hombre, y su reemplazo por la conformación de comunidades de cooperación.
Lo acompañaban Virginia Bolten, nacida en la provincia de San Luis y Luis Lallana. Fue precisamente Bolten quien encabezó la primera manifestación popular para recordar a los mártires del 1º de mayo de 1890, ya que en Rosario el episodio tuvo especial repercusión, “dadas las condiciones casi esclavizantes que el proletariado de Rosario sufría, principalmente el de la Refinería Argentina, que no solamente empleaba mujeres y niños haciéndolos trabajar doce horas diarias, sino que les pagaba ,discriminadamente, aún menos que los ya exiguos salarios del resto de los proletarios varones”, señaló al autor la por entonces concejala Marisa Pugliani, del bloque Socialista del Concejo rosarino, quien promovió el 17 de abril de 2008, la aprobación del decreto 30.600, mediante el cual se rinde homenaje a las trabajadoras y trabajadores en su día y a la dirigente obrera que nos ocupa “por su inclaudicable lucha en defensa de los derechos de la clase trabajadora y por haber sido la primera oradora en una concentración obrera”. Incluso encabezó la marcha portando una bandera negra que en letras rojas tenía inscripta la leyenda “1º de Mayo – Fraternidad Universal”.
Bolten era considerada como una persona enérgica y dominante, señalando los comentarios de ese entonces que arrastraba multitudes y se le atribuía –según los considerandos del decreto aludido- semejanza con Luisa Michel, quien tuvo una participación relevante en la experiencia revolucionaria de la Comuna de París, en 1871.
Era tal el estado de agitación obrera que se vivía en Rosario, que Enrique Dickmann junto a Adrián Patroni, designarían a la ciudad como la “Barcelona argentina”, relacionando las huelgas, conflictos y enfrentamientos que se sucedían a diario con los que ocurrían casi al mismo tiempo en la ciudad española.
En 1896 editó “La voz de la mujer”, primer periódico libertario y contestatario realizado por mujeres para mujeres, sostenido con su trabajo como obrera de la industria del calzado. La publicación se editó durante 1896 y 1897 y alcanzaría gran repercusión junto a otras publicaciones.
Escribió Virginia una serie de artículos en el periódico rosarino “El Municipio”, denominados “Cartas de una Mujer”, donde hizo públicas las denuncias de las malas condiciones de trabajo y de os magros salarios de distintos gremios.
En 1901 fue detenida por distribuir propaganda anarquista y tres años más tarde se mudó a Buenos Aires para formar parte del Comité de Huelga Femenino en el movimiento sindical, que organizó la Federación Obrera Argentina para movilizar a los trabajadores del Mercado de Frutos porteño
En 1904, durante la huelga de los conductores de carros, estableció un notable parangón entre las demandas de éstos, por mejores condiciones de trabajo y las obreras planchadoras que se habían agremiado poco antes: “Si el hombre por su resistencia y su carácter no puede sostener con firmeza excesos de tareas… ¡cuán inmenso, entonces, es el sacrificio que se impone a la mujer, obligándolas a trabajos que aniquilan rápidamente su organismo! Y si el hombre ha reclamado el mejoramiento de su situación, ¿por qué no ha de reclamarlo y conseguirlo la mujer?”.
Formó parte del Centro Anarquista Femenino y cayó detenida por participar en una huelga de inquilinos en 1907, motivo por el cual se le aplicó la Ley de Residencia y las autoridades deciden su deportación a Uruguay, más precisamente a Montevideo, ciudad en la que residió definitivamente.
El Concejo Municipal de Rosario, por unanimidad, encomendó al Departamento Ejecutivo la colocación de una placa en homenaje en el pedestal del mástil ubicado en la Plaza López.
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En 1930 año en que gestionó Lebrero “Los desequilibrios en la relación hombres-mujeres en Rosario quedan al descubierto cuando se cotejan los censos municipales: en 1900 los hombres constituían el 53,40%; en 1906 el índice de masculinidad había trepado al 54,21%; en 1910 era de 53,80% y en 1926, 51,70%. Es así que, en 1930, uno de los diarios locales: Reflejos, daba cuenta cómo esa situación había incidido en el desarrollo de la prostitución en gran escala, convirtiendo a Rosario en la segunda ciudad en importancia respecto de la trata de mujeres”.[1]
A Rosario ya se la conocía como la “Ciudad de los burdeles”, debido a que en algunas zonas de la misma su número superaba a la decena. Tal era el caso- como ya se apuntó en esta investigación- de la sección policial 4ta., eje de la actividad prostibularia por varios años. Era el mencionado sector de la ciudad donde mujeres menores, ante la indiferencia de las autoridades, arreglaban económicamente sus relaciones sexuales, controladas por rufianes que pasaban la noche en lupanares, bodegones, boliches de poca monta, fondas y antros, dónde recibían el porcentaje que les entregaban sus protegidas.
Para colmo de males –como relatamos en crónicas anteriores-, el miedo de la población sufrió un ataque de pánico cuando, en 1931, la mafia comandada por “Chicho Chico” Marrone, ordenó el asesinato de Caetano Pendino, un padrino mafioso importante de la zona y mentor de Juan “Chicho Grande” Galiffi.
A pesar de la opinión de Lebrero, la policía rosarina ya duramente cuestionada por su falta de eficacia y porque corrían rumores sobre su complicidad de algunos de sus jefes con los hampones, empezó a reaccionar.
[1] La ciudad de los burdeles. Ivette Trochon. La meca de los rufianes. Diario La Capital, Suplemento Señales. Pág. 4.
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*Ricardo Marconi es Licenciado en Periodismo y Posgrado en Comunicación Política
Viene de acá: Mafiosos y torturadores
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