📜 El Rompecabezas de la muerte en Rosario – Por Ricardo Marconi
La segunda ola
Andreas Huyssen (Alemania1942), catedrático de Filología Germánica y Literatura Comparada de la Universidad de Columbia, sugirió que “el abordaje del trauma, en el bombardeo de Buenos Aires, implica la simbolización, pero es, a la vez, la condición de la narración histórica que hace que el lanzamiento del ataque constituya una experiencia traumática trasgerenacional”.
“Muchas narraciones del episodio se exponen como parte de la serie de sucesos que jalonan el golpe de setiembre. Así la seriación imaginaria que lo toma como un acto necesario, ha impedido su adecuada inscripción simbólica”, puntualizó Huyssen.
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Una segunda oleada violenta se encargó de atacar los grandes almacenes justicialistas y el Banco Nación. Los monumentos de Julio A. Roca y Domingo Faustino Sarmiento terminaron bañados en alquitrán, mientras una seguidilla de ataques tuvo como destinatarios la Dirección General Impositiva, el Ministerio de Asistencia Social y Salud Pública, la Lotería de Beneficencia y Casinos, la Feria Modelo de Solís y Victoria y Yacimientos Petrolíferos Fiscales.
En una sola noche, el 16 de junio de 1955, fueron incendiadas más de una docena de iglesias que componían –junto a su significación religiosa-, un lujoso patrimonio arquitectónico, artístico y archivístico, puesto que los templos más dañados fueron a la sazón los de mayor valor histórico y cultural de Buenos Aires, en el radio céntrico de la ciudad.
Asimismo, de la monumental agresión no se salvaron las embajadas extranjeras y a los sacerdotes les robaron todo lo que pudieron. Una lluvia de balas fue descargada al frente de la proveeduría de México y Yugoslavia donde, además, un artefacto explosivo no llegó a detonar.
El coche del embajador de Perú sufrió las consecuencias de una violencia incontenible y furibunda y el chofer, sobrepasado por la impotencia personal, nada pudo hacer frente a una turba que se retiró del lugar para destruir negocios, mientras la policía se limitó a mantenerse a la expectativa sin mover un dedo.
A medida que avanzaba la horda inexorable, los comercios con celeridad bajaron las persianas, mientras que las explosiones hacían volar vidrios, los que también eran destruidos por piedras, quedando una estela de destrucción.
Religiosas y sacerdotes se juntaron con civiles para izar una bandera pontificia en el edificio del Congreso Nacional, así como una enseña argentina, que luego arriaron para quemarla. Ese no fue el final de su accionar, ya que luego, fuera de sí, se tomaron el trabajo de arrancar dos placas para pintar la leyenda “Zoológico Argentino” y una flecha señalando el ingreso al Congreso.
El Palacio de Tribunales, el Ministerio de Comercio, de San Martín y Florida; el Ministerio de Finanzas, anexo al Banco Nación, de Reconquista y Mitre; la Dirección de Navegación, de Diagonal y Florida; la Dirección de Obras Municipales y las embajadas de Israel y Guatemala, también sufrieron el embate de los agresores, quienes arrojaron cientos de bombas de estruendo.
Las horas transcurrían inexorables y los funcionarios del Ministerio del Interior, atónitos, sólo respondieron con un informe oficial en el que argumentaron que la procesión católica era ilegal, a la vez que calificaron a los componentes de “sumamente belicosos” y de formar parte de “bandas perturbadoras del orden, la tranquilidad y la seguridad”.
Errores
Un error generó una situación de impensada gravedad. Perón, quien jugaba de conciliador, aunque acordaba con medidas que molestaban a la Curia, atribuyó a los manifestantes el incendio de la antes aludida bandera, el día 11.
La enseña nacional, en realidad, había sido prendida fuego en una comisaría y ello fue un elemento que contribuyó a que un grupo de efectivos de la Aeronáutica apresurara el golpe de Estado, el que ya venía gestándose de manera minuciosa.
Aunque no es el tema de esta investigación, no se puede dejar de mencionar que Perón, a esta altura de los acontecimientos, reiteró su “modus operandi” del 53: Luego de tomar medidas de rigor extremo con la oposición, promovió una amnistía, lanzando una ofensiva de paz, contra quienes, con las bombas, habían intentado asesinar al presidente, sin importar que murieran cientos de argentinos inocentes.
En ese proceso de pacificación contempló el ofrecimiento, para los opositores, de expresar sus ideas en emisoras radiales y Arturo Frondizi aprovechó el ofrecimiento el 31 de julio de 1955.
Haciendo una nueva jugada, el titular del Ejecutivo decidió bajar sorpresivamente la cortina sobre la ofensiva conciliatoria y frente a una multitud, convocada en Plaza de Mayo, lanzó su discurso desordenado.
Ese mediodía, a Perón, su ministro del Interior –Albrieu- lo había visto sereno, tranquilo, ensimismado, pero tras el almuerzo se hallaba desencajado, listo para descerrajar una arenga en la que amenazó de muerte a todos sus enemigos, al prometer que caerían cinco opositores por cada peronista.
Las palabras cruciales de Perón tuvieron la consiguiente reacción en un grupo mínimo de conspiradores existente en las fuerzas armadas, luego de una purga. Tomó ese grupete la frase como una alternativa de hierro: esperar la muerte de Perón o derribar el sistema.
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Ya hacía cuatro años que el general Eduardo Lonardi había abandonado sus funciones –1951-, en razón de haber participado en una conspiración antiperonista encabezada por el general Menéndez.
En los inicios del mes de septiembre del 55, poniéndole el cuerpo a los últimos fríos invernales se dirigió a la estación de Once apenas las estrellas hicieron su aparición en el firmamento, compró su anónimo boleto para un colectivo y se aprestó a soportar un viaje por rutas argentinas de 11 horas para transitar 960 kilómetros, con el preciso objetivo de alentar el levantamiento de unidades militares de la capital mediterránea.
En su maleta, el esperanzado militar llevaba su uniforme planchado amorosamente por su esposa y su sable. Estaba tan decidido a triunfar en su proyecto que no portaba dinero para regresar a Buenos Aires.
Tenía la íntima convicción de que bastaba con establecer una cabeza de playa en Córdoba y mantenerla por dos o tres días, para que luego se fueran volcando en su favor dos bases navales y las unidades esparcidas por todo el país.
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El 16 de septiembre, en medio de un frío madrugador, un grupo de oficiales bajo su mando se sublevó en la Escuela de Artillería, en Córdoba y la misma es tomada sin efectuarse un solo disparo. Paralelamente, el contralmirante Rojas reunía sigilosamente algunas unidades de la Flota de Mar, las que decidieron zarpar desde Puerto Belgrano con rumbo al Río de la Plata para arrojarse sobre Buenos Aires y bombardearla.
A todo esto, el Ejército, en casi todas sus unidades, apoyaba al oficialismo y la situación en la Aeronáutica era similar. Bastó la constitución de un baluarte en Córdoba y que se difundiera un mensaje para que el gobierno comenzara a derrumbarse.
Lonardi había impartido órdenes y la consigna de “actuar con la máxima brutalidad”, mientras la Confederación General del Trabajo (CGT) pedía calma.
“Todos los países reconocen a Lonardi. Villa Manuelita no”
Al sur de Rosario, introducida como una cuña entre los barrios más pobres estaba Villa Manuelita, con su única calle principal, con su empedrado grueso, dispuesto a soportar el paso de la línea 11 de tranvías: Abanderado Grandoli.
Allí se erigía el Frigorífico Swift, la solitaria alternativa digna de trabajo que tenían los sufridos habitantes de la zona, quienes ese 16 de septiembre del 55 tiritaban por el frío que escocía la piel.
Las mujeres, con los primeros rayos del sol que se asomaban en el horizonte, comenzaron a fregar las míseras ropas de trabajo de sus maridos y compañeros en los piletones que había construido Obras Sanitarias en la bajada del tanque de agua que abastecía las casillas.
Sus manos, anestesiadas por la helada mezcla de agua, sangre seca de animales muertos y jabón, eran restregadas en sus polleras para que se calentaran.
Enteradas del pronunciamiento militar, ocurrido en Córdoba, comenzaron a preocuparse por lo que ocurriría en el frigorífico, su única fuente de vida. Fueron las mujeres con sus camisolas abiertas y sus pechos enhiestos, ofreciéndolos a un enemigo aún invisible, comenzaron a gritar ¡vengan, tiren! La vorágine se había desatado.
Justo a sus hombres e hijos comenzaron a bloquear las vías del tranvía con enormes piedras, mientras comenzaban a hacerse escuchar en diferentes idiomas y dialectos, exclamando a voz de cuello bajo una sola premisa: ¡Villa Manuelita no se rinde!
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Como era previsible, la represión militar no se hizo esperar. Por Abanderado Grandoli avanzaba una formación de soldados en sus cabalgaduras. Tenían la consigna de tomar el sector donde estaba emplazado el tanque de agua.
Del interior de una casilla se llevaron los resistentes una pila de delantales, unidos por alfileres hasta conformar una bandera de varios metros.
Allí se escribió con brea una más que significativa frase: “Todos los países reconocen a Lonardi. Villa Manuelita no”.
Otro grupo de habitantes de la zona aportó hachas y comenzaron a talar eucaliptos, pensando en que después de resistir a la caballería, tendrían que hacer lo propio con las tanquetas… Villa manuelita estaba en pie como para resistir una guerra barrial.
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La orden militar no se hizo esperar ante el cariz bélico y frontal que tomaba la imprevisible situación.
De la columna de jinetes tres soldados se apearon de sus caballos -se acercaron lentamente-, y con miedo, al sector donde estaba emplazado el tanque. Venían a cumplir la orden de quitar la bandera rebelde que desafiaba al poder militar.
Advertidas de la maniobra sigilosa, las mujeres, con sus hijos alzados, les gritaban ofreciéndoselos a sus enemigos: ¡Adelante, mátenlos asesinos!
Los tres soldados regresaron al tanque militar, primero lentamente, luego aceleradamente, posteriormente corriendo… y finalmente llorando.
Rosario tomada por el pueblo
Rosario acabó siendo tomada por todo el pueblo, aunque sólo tenía para defenderse su ira, su indignación, el grito que desgarraba gargantas, sus brazos en alto…su puño cerrado.
Había barricadas por doquier y la huelga paralizó la capital del peronismo durante varios días. Los obreros, salidos de sus trabajos cayeron como una cascada en la delegación local de la CGT y, a medida que las columnas avanzaban se nutrían de banderas argentinas.
Desde los helicópteros los militares comenzaron a arrojar bombas lacrimógenas y las ambulancias rebalsaban de heridos.
Los “comandos civiles” disparaban desde las terrazas como si fueran francotiradores profesionales. En tanto, por Avenida Alberdi y Junín se lanzaban los grupos de apoyo al golpe y en la intersección de Ovidio Lagos y Córdoba se inició una lucha campal, que terminó con dispersados a ladrillazos y a golpes de puño.
Los comandos hirieron a dos hombres: San Miguel y Vieytes, el primero con una herida de bala en la cabeza y el restante con un impacto en el abdomen. Llegué a conocer a San Miguel, con quien mantuvimos largas charlas en las que él rememoraba episodios en los que había participado como militante peronista. Finalmente se jubiló como empleado provincial en el edificio sede de la gobernación en Rosario.
El 20 de septiembre, cuando el amor de las masas por sus líderes se había enfriado, el generalato aceptó la renuncia del general Juan D. Perón y en la madrugada del 21, éste se refugió en una cañonera paraguaya, sobre la que se planificó un proyecto destinado a invadirla, mientras otros golpistas planeaban su hundimiento.
El ya ex presidente fue ayudado por el canciller Mario Amadeo para que se respetara el derecho de asilo en todo su alcance. Perón, desde el barco le escribió a su amiga Nelly Rivas: “Lo mejor por hacer es esconderte y permanecer en calma hasta que todo pase. Y pasará. Habrá tiempo para todo”.
Había concluido una etapa del peronismo, cansado del poder y sin una fuerza espiritual que lo sostuviera.
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Mientras el 23 de septiembre del 55 Lonardi entraba triunfante en Buenos Aires, victoreado por sus seguidores, Villa Manuelita seguía llevando adelante su resistencia.
Los soldados intentaron tres veces arriar la bandera que desconocía el golpe, pero finalmente ocurrió lo previsto entre la Resistencia: llegaron más tanquetas junto a oleadas represivas, ayudadas por caballos y hasta por los aviones, desde donde se bombardeó con más gases lacrimógenos, los que explotaban en los techos de chapas de la villa.
Reductos resistentes
En Rosario, la desperonización que se intentó llevar adelante por el gobierno de facto no tuvo éxito. Así, una seccional local de la Asociación de Trabajadores del Estado –ATE- y el local de la C.G.T. comenzaron a funcionar secretamente como reductos destinados a resistir al gobierno militar, conformándose el grupo “Unidad y Acción” y una Mesa de Agrupaciones Gremiales, desde donde se fogoneó un acercamiento con la gente de los barrios, dispuesta a combatir en la clandestinidad o mediante organizaciones de superficie.
De esta manera, en 1956 se formó el Comando Sindical Peronista, con el objetivo de reconquistar los gremios intervenidos.
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Dos periodistas estadounidenses, corresponsales de Time y Life, sostuvieron desde su corresponsalía que el golpe de la Marina fue en realidad un desembarco británico y que el gobierno inglés proporcionó a la cúpula golpista las espoletas y el petróleo.
En uno de los artículos publicados se señalaba: “La Marina fue artillada en alta mar por los ingleses, según lo afirma un radioaficionado de Puerto Madryn, quien grabó las órdenes militares y las conversaciones en clave”.
La frustración de un proyecto
Desde liberales puros hasta católicos nacionalistas estuvo compuesto el abanico heterogéneo que formó parte del gobierno provisional del general Lonardi, al jurar éste.
El militar sin experiencia política y de relaciones civiles, expuso con claridad meridiana a sus íntimos su provisorio plan: un mandato en el poder, de alcance corto y vuelo gallináceo, sin vencedores ni vencidos y con el objetivo de encontrar soluciones que no produjeran heridas al peronismo. Sus críticos lo calificaron de imposible de cumplir.
El programa de Lonardi era considerado inviable para sus colegas de armas, quienes pensaban que respetar situaciones generadas por el gobierno que había caído, implicaba una combinación entre la revolución triunfante y los enclaves donde se atrincheraría el peronismo, esto es la Corte, los Tribunales Federales, los medios de comunicación y los sectores de las fuerzas armadas que habían defendido el gobierno abatido, junto a los sindicatos.
Empezaron los reclamos internos de las Fuerzas Armadas. Los militares, retirados, dados de baja y encarcelados exigieron su reincorporación y los dueños del diario La Prensa pidieron la restitución de su propiedad.
Los cesanteados de la administración pública solicitaron regresar y los antiperonistas duros presionaron para que el partido del general derrotado se interviniera, debiendo según su visión totalitaria alcanzar la medida a la Confederación General del Trabajo y a los sindicatos. Lonardi resistió sin contar con los necesarios apoyos políticos y cometió equivocaciones al nombrar colaboradores cercanos al fascismo.
Pedro Eugenio Aramburu –al que todos los militares y sus más acérrimos enemigos conocían como” “La Bestia” condujo, sin ambigüedades, la conspiración militar desde las sombras para derrocar a Perón y declinó la jefatura del poder al considerar que no contaba con las fuerzas necesarias.
Ocupó seguidamente el cargo del jefe del Estado mayor del Ejército y, desde allí, sí se abalanzó, tras la caída de Lonardi, a la primera magistratura provisoria, con el apoyo de sectores militares revanchistas y de civiles de ideología ultraliberal.
Ese mismo mes renunció el ministro de Guerra y Lonardi, casi indefenso, es apremiado para que comparta el poder con el generalato. Obviamente se negó y, ya sin la mínima sustentación, fue derrocado en un golpe palaciego inevitable.
Enfermo de gravedad, desde el mismo momento de la asunción de su cargo, a los pocos meses falleció al no poder vencer el creciente deterioro de su salud.
Aramburu fue nombrado presidente el 13 de noviembre y hubo, en este caso, vencedores y vencidos.
La Armada conservó su poder y se reservó el derecho a elegir el vicepresidente y continuó entonces Isaac F. Rojas.
El 16 de noviembre del 55 la Armada ocupó el edificio de calle Azopardo, en respuesta a un paro del sindicalismo peronista.
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El Partido Peronista, la C.G.T. y los sindicatos fueron intervenidos casi en su totalidad. Ciento cincuenta mil dirigentes obreros fueron despojados de sus derechos a actuar como representantes sindicales y muchos de ellos fueron encarcelados.
Nacieron comisiones investigadoras para examinar al gobierno y los detenidos políticos y gremiales llenaron las cárceles.
El tiempo transcurría vertiginoso. Corría noviembre de 1955 los partidarios de Perón empezaron a sufrir la dura condición de derrotados de manera cruel y el general Perón había iniciado su exilio, que se prolongaría por 17 años. El cadáver embalsamado de Evita ya había sido secuestrado de la CGT, la Constitución de 1949 había sido anulada –daba rango constitucional a los derechos económicos- y había miles de presos políticos.
Aramburu aseguró que “habría elecciones ni un minuto antes, ni un minuto después” y una de sus primeras medidas, para diferenciarse de su antecesor, consistió en cambiar a la mayoría de sus ministros, asumiendo Álvaro Alsogaray en el Ministerio de Industria, entre otros.
Muchos militares peronistas fueron encerrados en el vapor-prisión Washington, anclado a varios kilómetros aguas adentro del puerto de Buenos Aires, entre ellos los militares Valle y Tanco, a quienes el destino y su accionar les demandarían ser protagonistas de una sangrienta historia en Rosario sobre la que avanzaremos minuciosamente en su momento.
El plan político
El plan político operativo era el de evidenciar al país que el gobierno peronista había sido una inmensa estafa. Luego de un lapso prudencial se estimaba que el pueblo dejaría de ser justicialista y entonces se convocaría a elecciones en las que triunfaría un “amigo” de la Revolución Libertadora. Aramburu se equivocó y la “desperonización” no tuvo el éxito esperado.
Y una prueba de ello se evidenció en Rosario, ya que en el local de la Asociación de Trabajadores del Estado y el local cegetista comenzaron a ser reductos para la organización de actos destinados a resistir al gobierno militar. Así surgió el grupo “Unidad y Acción”, mediante el cual se buscaron conexiones con la gente de los barrios dispuesta a combatir clandestinamente o por medio de organizaciones de superficie a los militares, surgiendo en 1956 el Comando Sindical Peronista que se puso al hombro el objetivo de recuperar los gremios intervenidos.
En mayo del 56, el gobierno provisorio anuló la vigencia de la Constitución de 1949 para reimplantar la de 1853 y se prometió la conformación de una Asamblea Constituyente para actualizarla.
El segundo movimiento no fue jurídico. Por el contrario, fue asociado a uno de los instantes más trágicos de nuestra historia contemporánea: Un grupo de militares retirados y civiles, de filiación peronista, intentó un golpe en distintos puntos del país con éxito parcial- El gobierno dictó la Ley Marcial y decretó el fusilamiento de quienes fueran encontrados con armas en mano.
El de junio del 56 fue un movimiento en el que, según Robert Potash[1] trató de sacar partido del resentimiento de muchos oficiales y suboficiales en retiro, así como de la intranquilidad reinante entre la personal en servicio activo. El levantamiento no contó con la aprobación personal de Perón, quien se hallaba exiliado en Panamá.
La organización de la resistencia
La organización de los grupos que organizaban la resistencia tenía varias sedes para sus reuniones clandestinas. Algunas se realizaban en el domicilio del doctor Luis Parra y otras en la vivienda del suboficial principal Ramón Zapata. De este último dependían varios grupos que, además, tenían su propio jefe.
Los jefes fueron Elvio Farías, Oscar Niñez, Juan Ponzetti y otro resistente, de apellido Maina, quien bajo su mando tenía a siete jóvenes para organizar diversas actividades destinadas a despertar el ánimo de los oprimidos.
Maina comenzó a apoyar de manera directa a la resistencia tras encontrarse con Reinaldo Parra -hermano de Luis-, quien le comentó como se estaban organizando y tras conocer los detalles, con su gente comenzó a repartir volantes de manera clandestina.
A partir de allí se plegaron gente de Rafaela, Santa Clara de Saguier con Raúl Morgante; en Lehmman Juan Bonino y Andrés Duarte y en Sunchales Silvio Moggio y Benito Cravero. Otro componente de la resistencia, de apellido Zapata se mantenía en contacto con Santa Fe con el suboficial Navarro y en Buenos Aires con el general Miguel Iñiguez, el que formaba parte del servicio activo, aunque estaba en disponibilidad, a la espera de los resultados de una investigación por su conducta como comandante en las fuerzas leales con asiento en Córdoba, o el general Raúl Tanco y en algunas oportunidades con el general Valle.
En marzo de 1956, Iñiguez había aceptado desempeñarse como jefe del Estado Mayor de la resistencia, pero denunciado por un delator, a los pocos días terminó tras las rejas. Mantenido bajo arresto durante cinco meses, logró escapar de un destino mortal que sí alcanzó a sus compañeros de asonada.
Luego de discutir internamente sobre varias fechas tentativas, finalmente se llegó al 9 de junio de 1956– Fue elegido un día sábado para la revuelta, porque gran parte del personal militar estaba de licencia.
El levantamiento
La revuelta se inició cerca de las 21.30 en la Escuela de Suboficiales de Campo de Mayo, encabezado por los coroneles Cortines e Ibazeta, mientras que en La Plata actuaba el coronel Oscar Lorenzo Cogorno. A estos se sumaron luego otros puntos de la rebelión en Palermo y la Escuela de Mecánica del Ejército, cuyo grupo rebelde era comandado por el mayor Hugo Quiroga.
Hubo focos menores en Santa Fe, Rosario, Rio Negro y Viedma, mientras que en Avellaneda el Comando L 113, integrado por civiles y militares intentó instalar en la Escuela Técnica Nº 5 el centro de operaciones del general Valle y un transmisor de radio para emitir la proclama que daría inicio al alzamiento.
A las 22.30 el grupo había sido desmembrado y la proclama, después de las 23, llegó a emitirse a través de Radio Nacional de Santa Rosa, donde los sublevados actuaban al mando del coronel Adolfo Philippeaux.
En su proclama antiimperialista, se declararon contarios a la tiranía que se vivía en el país, donde se desconocía la Constitución y se entregaban al extranjero los resortes económicos[2].
Hay que aclarar que el movimiento revolucionario había sido detectado y se venían siguiendo sus pasos, pero tanto Aramburu como Rojas no interceptaron su accionar para hacerlos exponer y así tener una justificación para su accionar represivo.
Grupos civiles estaban esperando para actuar y la señal para ellos iba a llegar a través de la radio cuando estuviera por comenzar la pelea boxística entre Eduardo Lausse y el chileno Humberto Loayza, que estaba prevista para las 23 y sería transmitida por Radio Argentina.
Ese día Aramburu había viajado a Rosario y había encomendado a Rojas hacerse cargo de la represión.
A todo esto, Los sublevados de Rafaela sólo tenían noticias de la toma de LV2 de Rosario y de la proclama emitida en Santa Rosa. El llamado telefónico para los sesenta rafaelinos, reunidos en una tapicería, no llegaba para que procedieran a actuar.
Zapata, que estaba a cargo –según Maina-, decidió no esperar más y arengó: “quienes quieran seguirme, que me sigan” y todos se dirigieron hacia el Distrito Militar. Arsenio Bravino, Zapata y Elcidio Carena tomaron por sorpresa al soldado de guardia- “luego –apuntó Maina-, copamos las instalaciones y nos apoderamos del armamento allí existente”.
“El grupo que habíamos tomado el Distrito, fuimos a la Jefatura de Policía y allí Zapata, a viva voz, le solicitó la rendición al personal que respondió con disparos. Luego se desencadenó un tiroteo y algunos huyeron y otros se rindieron. De los nuestros resultó herido Néstor Alderete, quien fue trasladado al hospital donde le extrajeron la bala los doctores Luis Parra y Luis Barreiro”, detalló Maina.
Otro grupo fue al Tiro Federal y desde allí trajo carabinas y fusiles Mauser. Poco después se hizo presente el jefe del Distrito, mayor Cabrera, quien trató de arrebatarle un arma a Néstor Bruno, pero fue controlado por Elvio Farías. Cabrera terminó prisionero.
Los rebeldes no pudieron copar las instalaciones donde se hallaba la antena del automóvil Club, desde donde tenían planeado comunicarse con todo el territorio. Allí hubo una redada policial que terminó a balazos con la vida de Miguel Ángel Mouriño.
Otro de los locales de reunión se hallaba en Hipólito Yrigoyen 4519, de Florida, zona norte del gran Buenos Aires, propiedad de Horacio Di Chiano, que habitaba el departamento que daba al frente y alquilaba el del fondo a Juan Torres, donde se habían reunido militantes que esperaban la señal del levantamiento de Valle.
La propiedad tenía un frente de dos paredes bajas, unidas por una puerta doble de madera, que daba a un jardín frontal con un árbol y atrás se hallaba la puerta de ingreso a un pasillo que daba a los departamentos, a lo que hay que agregar que al frente de la vivienda había dos ventanales.
Junto a Torres se hallaban convocados Caros Lizaso, de 21 años; Nicolás Carranza, militante sindical ferroviario; Francisco Garibotti, ferroviario; Vicente Rodríguez, obrero portuario; Mario Brión, empleado de Siam; Horacio Di Chiano, quien o era peronista, pero si opositor a la dictadura; Norberto Gabino, militante peronista; Rogelio Díaz, suboficial retirado de la Marina y Juan Carlos Livraga.
El allanamiento y las detenciones
A las 23.30 fue allanada la casa por el jefe de policía de la provincia de Buenos Aires, teniente coronel Desiderio Fernández Suárez, quién se hallaba acompañado del jefe de la Unidad Regional San Martín, inspector Rodolfo Rodríguez Moreno y el subjefe, inspector Cuello.
Lo buscaban a Tanco, pero al no encontrarlo, la policía se llevó detenidos a todos, menos a Torres, que había logrado escapar. De paso, también fue secuestrado Miguel Ángel Giunta, que se encontraba en una vivienda vecina y no tenía conexión alguna con la Resistencia Peronista.
Fueron conducidos a la Unidad Regional de San Martín y Suárez, al ver que su procedimiento había fallado, se volvió a la Plata. A dicha unidad regional llegaron con las horas, en calidad de detenidos, Julio Troxler –ex policía-, y Reinaldo Benavídez, apresado por los policías que se quedaron en la vivienda a la espera de que llegaran militantes desinformados de lo que había ocurrido. Fue allí que los detenidos se enteraron que se había puesto en vigencia la Ley Marcial, a las 0.30 del 10 de junio –dato más que relevante-, y dos horas más tarde, Rojas anunciaba qie la sublevación había sido controlada.
Quince minutos después el jefe de la brigada que había intervenido comenzó a tomar las declaraciones y a los apresados se les retiraron sus objetos personales.
La orden mortal
Poco después, el policía Rodríguez Moreno recibió telefónicamente la orden de Suárez de fusilar a los detenidos. Para esa hora ya se había ordenado el fusilamiento de los 6 integrantes del Comando detenidos en la Escuela Industrial de Avellaneda: teniente coronel Albino Yrigoyen, capitán Jorge Miguel Costales, Dante Hipólito Lugo, Norberto Ross, Braulio Ross y Osvaldo Alberto Albedro.
Rodríguez Moreno se dirigió primero a Liceo Militar para intentar que se hicieran allí los fusilamientos, pero se le negó el pedido, por lo que retornó a la seccional 5ta. Y buscó confirmar la orden con Suárez. Este último le ratificó la misma y le exigió que “lo hiciera de inmediato y en cualquier lugar”.
Informe confidencial
El analista de Inteligencia Garret Ackerson, desde su despacho en la embajada norteamericana envió un informe confidencial en el que se indicó: “Parece que poco probable que hombres de la experiencia militar de los generales Valle y Tanco hubieran intentado un golpe contra un gobierno castrense sin por lo menos tener algún presentimiento de que iban a beneficiarse de defecciones militares más extensivas de las que finalmente se concretaron. Las defecciones de las fuerzas en servicio fueron casi nulas”.
Fusilamientos
Los fusilamientos de José León Suárez se realizaron de manera clandestina e ilegal contra doce civiles el 9 de junio de 1956, en los basurales del sitio mencionado, en el partido de General San Martín y en Lanús, resultando ser la respuesta represiva al levantamiento del general Juan José Valle contra la dictadura imperante. Los detenidos en Lanús fueron fusilados entre las 2 y las 4 de la mañana.
De las doce personas fusiladas en León Suárez, cinco murieron en el acto – Carlos Lizaso, Nicolás Carranza, Francisco Gariborri, Vicente Rodríguez y Mario Brión-, y siete sobrevivieron. Los fusilamientos permanecieron desconocidos hasta que el periodista Rodolfo Walsh descubrió y dio a conocer lo ocurrido en los aludidos basurales y a partir de allí, la Revolución Libertadora pasó a ser denominada por los argentinos como la Revolución Fusiladora.
Informe sobre Pedro Eugenio Aramburu y los fusilamientos de Jose Leon Suarez. DiFilm
El ex ministro de Defensa –en su primera gestión-, Agustín Rossi, reveló la existencia de documentación que prueba que el fallecido ex jefe de la Armada, almirante Isaac Rojas, admitió haber ordenado los fusilamientos de José León Suárez en 1956 para abortar un intento de rebelión al gobierno militar que derrocó a Juan Perón en 1955.
“Mi específica actividad militar en la emergencia no me permite afirmar con absoluta fidelidad la hora exacta en que impartí la orden, ni recordar a todas las personas a través de las cuales se dispuso su inmediato cumplimiento. Sólo puedo precisar que ello transcurrió en el transcurso de la última hora del 9 de junio de 1956”, declaró Rojas en una investigación interna realizada por militares al respecto”, reveló Rossi en un comunicado.[3]
“Lo que no reconoce es la hora en que dio la orden, dijo que no se acuerda”, refirió luego Rossi.[4]
Militares en busca de amparo
Los coroneles Ricardo González y Agustín Digier; el capitán Néstor Bruno y el suboficial Andrés López llegaron presurosos a la embajada de Haití. Luego de ser recibidos, de inmediato le brindaron alojamiento en habitaciones ubicadas en el anexo de la residencia del embajador Jean Francise Brierre, quien al día siguiente se trasladó a la Cancillería argentina para informar formalmente el otorgamiento de asilo a los refugiados en la embajada y en la madrugada del jueves 14 se hizo presente en la sede diplomática haitiana otro perseguido buscando amparo: el general Raúl Tanco.
A poco de abandonar Brierre la residencia, dos vehículos se estacionaron frente a esta, descendiendo de ello una veintena de hombres armados y comandados por Domingo Quaranta, jefe del Servicio de Informaciones del Estado (SIDE). Los militares asaltantes de la sede diplomática ingresaron con violencia y arrastraron hasta la calle a los siete asilados. De inmediato, se posicionaron los agresores frente a los asilados y prepararon sus armas allí mismo.
Therese Brierre, esposa del embajador, salió de la residencia y Quaranta, fuera de sí, apartó a la mujer de manera violenta mientras la misma lo insultaba. Obviamente el escándalo atrajo al vecindario y Quaranta, por temor a ser reducido junto al pelotón de fusiladores, optó por cargar a sus prisioneros en un colectivo para que lejos del lugar y de la vista de sus ocasionales testigos, ordenar las muertes.
El diplomático denunció el episodio de inmediato, de manera telefónica a las agencias internacionales y se comunicó con el Ministerio de Asuntos Exteriores de Haití solicitando que intervenga ante la violación al derecho internacional y el asalto a la sede diplomática.
Obviamente, la situación, hora a hora iba empeorando y de ella brindaremos exhaustivos detalles en la próxima columna para continuar armando nuestro rompecabezas.
[1] Potash, Robert A. El Ejército y la Política en la Argentina II 1945-1985. De Perón a Frondizi. Consolidación 1946-1948. Buenos Aires Hyspamérica. p. 92.
[2] Conspiración Comunicacional de gobiernos de facto. El miedo como construcción mediática. Ricardo Marconi. Pág.61
[3]. Actas históricas del caso que investigó Walsh. El almirante Rojas ordenó el fusilamiento de León Suárez. diario Clarín.
[4] Rojas falleció en 1991 y en 1989 fue visitado en su casa por el flamante presidente Carlos Menem. Diario Clarín.
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*Ricardo Marconi es Licenciado en Periodismo y Posgrado en Comunicación Política
Foto: Junio 1955. Quema de Iglesias – Saqueadores (Archivo diario La Nación)
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