📜 El Rompecabezas de la muerte en Rosario – Por Ricardo Marconi
Mafiosos y torturadores
El historiador Ricardo Rodríguez Molas[1], al resumir torturas que se emplearon a fines de la década del 20 y principios del 30, las dividió en 9 técnicas, utilizadas por las huestes de Uriburu y que los mafiosos utilizaban cuando atrapaban a un enemigo de la banda rival. Las mismas fueron divididas en:
1.- La silla: Se ataba al preso a una silla de hierro, donde era amarrado e inmovilizado. Luego era castigado a puntapiés, trompadas, codazos y cachiporrazos.
2.- El tacho: Fue una invención de Lugones, familiar del escritor. Se lo llevaba al preso y se lo hacía caer en un tacho repleto de agua y materia fecal hasta que admitiera su responsabilidad en un episodio que se investigaba.
3.- Los tacos: Se colocaban tacos en los riñones del preso, que permanecía atado a una silla. Los tacos, con cada movimiento, le iban penetrando en la carne del atormentado y el sufrimiento era horrible.
4.- Las prensas: Se aplicaban en las manos y en el cuerpo. Eran largas maderas con bisagras en uno de los extremos, mientras que en el otro había un tornillo sin fin que iba aplastando a quien se negaba a prestar declaración. Esto avanzaba hasta que el torturado se desmayaba.
5.- La tenaza: Era de madera y se la utilizaba para tomar y tirar de la lengua del preso. En el caso de las mujeres, le tiraban los senos.
6.- El serrucho: Consistía en “serrucharle” el cuerpo al detenido con una soga de cáñamo.
7.- El triángulo: El detenido, desnudo, era colocado en un calabozo y se anegaba, cada cuatro horas el lugar.
8.- Agujas caldeadas: A los interrogados se les atravesaban los genitales con agujas caldeadas al rojo, y
9.- El papel de lija: Se raspaba el cuerpo con papel de lija y luego se le echaba aguarrás y alcohol.
A los mecanismos enunciados debemos agregar las jaulas colgantes, los látigos para desollar, los aplasta cabezas, los rompe cráneos, el aplasta pulgares, el hacha de amputar manos, el quebranta rodillas, las pinzas ardientes, la pera rectal y vaginal y las máscaras infamantes.[2]
Párrafos particulares merece la picana eléctrica, una punta metálica a la que se le conectaban dos polos eléctricos que producen una descarga en contacto con la piel humedecida.
Es un invento argentino que se utilizó durante años en los frigoríficos para obligar a los animales a desplazarse y para “tiernizar” las reses. Ingenios similares son utilizados hoy aún, con pilas, por algunos jockeys para reemplazar el doping que se podía comprobar químicamente.
Aplicada con pericia, luego de varios días, es difícil comprobar su aplicación, razón por la cual muchos torturados terminaron muertos por un “ataque cardíaco”.
Lejos estuvieron los mafiosos de los tremendos y terribles mecanismos de tortura que se utilizaron en la Escuela de Mecánica de la Armada, a partir de 1975, entre los que se contemplaba la introducción de lauchas vivas en las vaginas de las mujeres, mutilación de genitales de los hombres interrogados con hojas de afeitar, amputaciones sin anestesia y el arrancamiento de uñas. Este último mecanismo era utilizado por la Inquisición.
No perdonar
Sí debe decirse que la fuerza de la mafia estaba en “no perdonar nunca” y menos a los mafiosos traidores, quienes luego de ser atrapados, sufrían un tajo en el rostro que nacía en una de sus orejas y concluía en la nuca. En otras oportunidades se los apuñalaba por la espalda o se los ahorcaba con un alambre.
La “vendetta” era, de esta manera, una venganza que se llevaba adelante a cualquier precio, a pesar de los esfuerzos de “La lucana” –la policía- que hacía por evitarla.
De “La lucana”, derivó luego “la cana”, siendo esta terminología, parte de un lenguaje cifrado que combinaban los mafiosos con letras y números para que no se descubrieran sus planes. Por ejemplo, el signo – (menos), reemplazaba a la letra H y el signo + (más) la R.[3]
En la columna vertebral de su libro “La sangre derramada”, José Pablo Feimann se refiere a la tortura y señala con la fuerza de las letras de molde sobre el fondo blanco de su trabajo que es “una vergüenza de la que no se vuelve” y todo lo que se logra con ella es “la degradación de la condición humana”.
Y está claro que ello es así porque con la aplicación de tormentos pierden la dignidad referida, tanto el torturador como su ocasional víctima, en razón que al primero sus acciones sádicas terminan por hacerlo caer en el vacío de la inhumanidad. En definitiva, concluye Feimann: “ambos se hunden en la abyección”.
El que tortura asume el papel de artesano del dolor instrumental que sufren los terceros. La vejación se ahoga en la indignidad del torturador por no ser siquiera una bestia, ya que estas últimas no infringen dolor gratuito.
Hoy la tortura florece en el mundo apoyada en la electrónica, la psiconeurología, según surge de los pedidos de investigación de Amnistía Internacional.
En su carta a la Junta Militar que desató el golpe de 1976 en Argentina, Walsh no dejó el tema de la tortura de lado, al hacer notar con la fuerza de sus acusaciones señalando: “Ustedes han llegado a la tortura absoluta, intemporal, metafísica en la medida en que el fin original de obtener información se extraía en las mentes perturbadas que la administran para ceder al impulso de machacar la sustancia humana hasta quebrarla y hacerla perder la dignidad que perdió el verdugo, que ustedes mismos han perdido”.
Como habrá notado el lector, ya Walsh anticipaba el criterio de Feimann.
[1]Ricardo E. Rodríguez Molas fue un destacado historiador y ensayista argentino. Se destacó por sus estudios históricos de sectores y grupos vulnerables e invisibilizados, como los gauchos, los afroargentinos y las mujeres. Nació el 24/9/1930, en Buenos Aires y falleció el 9/10/2006 en la misma ciudad.
[2] Guía bilingüe de la exposición de instrumentos de tortura desde la Edad Media a la época industrial. La picana eléctrica fue el aporte argentino.
[3]Héctor Nicolás Zinni. La mafia en Argentina. Pág. 28
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*Ricardo Marconi es Licenciado en Periodismo y Posgrado en Comunicación Política
Viene de acá: Zwi Migdal: la mutual de los rufianes
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